'EL INSTANTE DE UN OTOÑO'
Martes, noviembre 29 de 2011, Zoé Valdés Blog
Por Zoé Valdés

Hace rato que sólo leo novelas que me den dolor, cuyo sufrimiento me traspase el alma a través de la historia y del lenguaje. Cuando me refiero a la historia no tiene que ser una historia netamente cubana, podría ser rumana, alemana, húngara o finlandesa, pero la historia deberá obligarme a olvidar que se trata de mí leyendo una historia, tendrá que conseguir que yo la obedezca y me adentre en ella palpitante y salga de ella como si jamás hubiera entrado, como si siempre hubiera vivido dentro de esa historia, como si fuera mía.

Con el lenguaje me pasa distinto, tanto en español como en francés huyo de lo políticamente correctamente escrito, o sea de aquello que se resume a sujeto+verbo+predicado. Si una historia es compleja y su autor nos la entrega masticada afanado en que la entendamos primero con los dientes, de nada sirve. Y no hay nada peor que escribir masticando o peor tragándose como sorbos de agua azucarada el lenguaje, o sea obviando que el idioma, como dijo en una ocasión Víctor García de la Concha, no lo crea la Real Academia, lo crean los escritores, inventando palabras que salen estrictamente de su imaginación y de sus audacias reales o soñadas.

No todos los cubanos son escritores, desde luego, pero el pueblo cubano lo único que no ha perdido es la chispa del idioma, no sólo lo reinventa, además lo recrea, lo habla con regocijo, sobre todo cuando lo habla bien, de manera libre y suelta, y desprovistos de la formalidad oficialista. Y cuando los escritores retoman ese lenguaje popular, y hasta vulgar, como hizo Cervantes en el Quijote -no por nada El Ingenioso Hidalgo está dedicado al vulgo- y lo realzan al pedestal de la novela, la obra es entonces perfecta, magnífica, imperecedera. Escritores del idioma y de la historia hemos tenido algunos, pero a mí quien siempre me pega con el puño un beso en el esternón es Guillermo Cabrera Infante, y hay otros, claro… Pero nadie como él.

Entre los escritores que alcanzan un aliento similar se encuentra José Abreu Felippe. Su última novela, El Instante, cuenta un pasaje, fragmentario, de la vida de Octavio, protagonista de otras obras anteriores suyas. No podría precisar en qué momento de la infancia, de la adolescencia, o de la adultez se inician las anécdotas de ese grupo de amigos y familiares que envueltos en la misma transgresión épica penetran primero ingenuos, incluso alegres, despreocupados, luego ariscos, furtivos, y por último desgarrados en la verdadera semilla de la vida: la aventura política de cualquier ser humano a la que le somete la sociedad, no hace falta tal precisión, porque esta es una novela de sensaciones y presentimientos, y de ocurrencias ocurridas. El pretexto para desentrañarlas, por supuesto, y como es habitual en un verdadero novelista, es el amor, el sexo, más que el deseo. El deseo sólo asoma en ese instante preciso en que Octavio se sorprende solitario, abandonado por todos, alejado de todo, pero junto a su madre, en una especie de ecuación patéticamente lírica. Su madre, que es la madre de todos, quien sólo le brinda, en su triste y exigente compañía, con la exigencia de la que solamente son capaces las madres, todavía mayor soledad en esos instantes de espera y anonadamiento.

El Instante es una novela de casi quinientas páginas, que me leí poco a poco, en los trenes, en los aviones, que no pude soltar, pero al mismo modo que, deseándola, queriendo que no se me acabara, que no escapara. No podría afirmar que me sedujo solamente por la historia y por el ritmo excelente con el que está conducida, como en una especie de guaracha jazzística sabrosona, lenta, y que por momentos se acelera y aprieta el paso, y nos atropella contra las paredes recién enlacadas de la casa-laberinto de Octavio; además de todo eso me engrampó porque está contada, por supuesto con un lenguaje literario exquisito (por su trabajo de búsqueda y de ninguna manera o fórmula al uso que usan esos lenguajes en apariencia fiznos tan parecidos a aquellos cakes de merengue tieso y agrisado que vendían para las bodas, por una casilla de la libreta, en el período especial) que traduce todo el lenguaje de una época, de la generación anterior a la mía y de la mía, la que yo creo que fue la última generación que todavía contempló el verdadero paisaje cubano, y supo nombrar y desordenar y volver a ordenar los árboles, los arbustos, las mariposas, los pájaros y también chapoteaba en las zanjas, la que convivió con gatos y perros sarnosos y los curábamos como si fuéramos amorosos veterinarios, almorzábamos tajadas de aire y cenábamos frituras de viento, bebíamos té ruso de farmacia y leíamos hasta en sueños, nuestras madres se perfumaban con bacilos de Moscú Rojo o de Bonabel, en medio de cien plastas de mierda de vacas podíamos distinguir una margarita, y claro, fuimos fanáticos de El Maestro y Margarita de Mikhaíl Boulgakov, y escribíamos ciento un poemas al día y trescientos treinta y cinco por noche. Todavía sabíamos entristecernos, caminábamos kilómetros para que nos bañara una puesta de sol, o nos iluminara el alba y hacíamos el amor donde nos atraparan las ganas, reconocíamos, ¡cómo no!, un Utrillo hasta encajado en un estercolero. Hacíamos el amor con alegría, repito, y también nostálgicos de lo que ni siquiera conocimos, y si era en el mar, pues mejor. De todo eso habla El Instante, y de mucho más, y leyéndolo ya no se es más el lector comprometido con la narración sino con la historia, empiezas a ser Octavio, templándose lo mismo a sus negronas pulposas y acarameladas que a sus auténticos muchachones made in roboloción, y de buenas a primeras empiezas a transformarte en Octavio, que le despierta a cualquiera el machito que llevo dentro, y al gay que llevo dentro, y a la puta que late en mí, a la madre, a la hermana… Y al inconforme, comme il faut, el inconforme, al iconoclasta, al dérangeur que todo escritor que se respete debe ser.

La literatura es un sacerdocio, escribir una gran novela sumerge en momentos de gran euforia, nos reaviva la verdadera fe, la de la poesía, la de la escritura, la de la creación, pero también nos oprime con angustiosas y largas penitencias, cada recuerdo equivale a largos períodos de tiempo arrodillados encima de aquellas chapas de refresco, o a peores puniciones que nos dejan sangrando el espíritu. Después, hay un momento innombrable, extraordinario, ése en el que el lector recibe el beso en el esternón, y el resto se transforma en una orgía de los sentidos, en bacanal de palabras, y es cuando la soledad penetrante y ubicua del escritor se une a la del lector, con el rostro lloroso hundido entre las páginas del libro, y es ahí, en esa comunión cuando transcurre el verdadero misterio y milagro de la literatura.

Gracias a José Abreu Felippe por extender ese milagro, y apaisajarlo y agasajarlo con pinceladas de eternidad, igual a un Utrillo, a través de El Instante.

 
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